De las palmeras urbanas a las palmeras rurales

Como geógrafa, me gusta observar el paisaje. Me entretengo observando cómo un mismo elemento u objeto se adapta a distintos ambientes. Es curioso, porque, cuando ese mismo elemento cambia de entorno, la percepción del observador puede, a su vez, cambiar por completo. Y quien dice la percepción, también quiere decir las sensaciones y los pensamientos.

Cuando estoy en Los Ángeles pienso todo el tiempo en palmeras. Paseando por la playa de Venice o Santa Mónica, las palmeras me acompañan en todo momento. Dicen que van a sustituirlas por otros árboles que den algo más de sombra, pero, si lo hacen, se perderá uno de los mayores signos de identidad de dicho lugar. Esas palmeras me relajan. Y me acuerdo de la cantidad de horas que he estado sentada delante del Venice Skate Park mirando anonadada los skaters. Como en la imagen de aquí arriba, mirando un mar de cemento y rodeada de palmeras.
El lugar hace que afloren en mí sentimientos de disfrute, dicha y tranquilidad. Pero si me descuido, y miro un poco más allá, justo detrás (la imagen no lo capta), descubro que estoy rodeada de indigentes. Y ya no me gusta tanto lo que veo. Me doy cuenta de que estas palmeras, por mucho que sean un elemento de la naturaleza, no dejan de ser palmeras urbanas. Cada una de ellas puede contar infinidad de historias, historias de gente que vive en una de las ciudades menos acogedoras del mundo. Y por eso huyo.

HACIA INDIO
Decido ir hacia el interior de California. Llego al desierto, a una población llamada Indio. Y de nuevo, me encuentro con palmeras. Estas son distintas. Me llaman la atención sus dátiles, de un color amarillo intenso. Por una semana voy a estar allí, ayudando en distintas tareas. De momento, me gusta más, porque si miro a mi alrededor, no veo indigentes. Aquí lo único que hay son datileras, árboles frutales, cultivo de pimientos y desierto. Mucho desierto. El cultivo se abastece del agua que procede del Cañón del Colorado. Una zona irrigada artificialmente. El único lago que hay es salado. Se las han tenido que ingeniar para poder cultivar algo en esta tierra inhóspita. Me fijo en las palmeras. Éstas me gustan más. Son palmeras rurales. Son naturales. Pero el disfrute dura poco. Me levanto cada día a las 5 de la mañana. Me visto de los pies a la cabeza con telas que me protejan del calor y de los insectos. Me calzo unas buenas botas y empiezo a regar las palmeras. A veces también ayudo cubriendo con bolsas los dátiles que aún cuelgan de las palmeras, para evitar que los insectos piquen el fruto. A las 12 del mediodía ya he terminado mi tarea. Me quedan muchas horas por delante. Tengo pocas opciones. Para estar en el exterior hace demasiado calor. Así que decido quedarme dentro de la casa. Empiezo a leer un libro cualquiera. Y a medida que anochece, los animales empiezan a aparecer. Cucarachas, escorpiones, arañas, serpientes… Recuerdo el día que me desperté con un escorpión en la habitación. Recuerdo las noches en las que oía cómo las cucarachas andaban por las paredes y el suelo. Empiezo a odiar este lugar. Y la fotografía de las palmeras en el campo ya no me gusta tanto. La naturaleza es demasiado frondosa. La naturaleza sigue su propio curso, y no espera al hombre. Había idealizado este lugar. Porque a veces leo textos de gente con luces (¿quiénes?) que recomiendan estar en contacto con la naturaleza. Y cuando decido seguir su consejo, me doy cuenta de que es más duro de lo que me imaginaba. De nuevo, me veo huyendo. Regreso a la ciudad

ADAPTACIÓN
Palmeras urbanas. Palmeras rurales. Y entonces me doy cuenta de que no hay nada a mi alrededor que pueda hacer que me sienta mejor. Temporalmente, sí. Pero, como siempre, lo placentero dura poco. Ya en Los Ángeles, decido volver al Venice Skate Park. Pero, esta vez, decido mirar hacia atrás, hacia lo que la imagen esconde. Mi mirada se detiene en aquel grupo de gente que está dando de comer a los indigentes. Me pongo a andar hacia ellos. Y descubro que aquí mi tarea es ésta. La ciudad me pide que actúe de un modo. El campo, de otro. Dejo de idealizar lo uno, y de rechazar lo otro. Me digo que cuando vuelva al campo, trabajaré, sin más, y ya no trataré de convencerme de que esto es más auténtico que lo otro. Ya no necesito etiquetas que me digan que esto es bello… “Qué bonito”, “Qué hermosa es la naturaleza”. Como las palmeras, yo también me adaptaré.


Celia Quílez

Fuente: Ecoticias.com
Artículo original: http://www.ecoticias.com/naturaleza/83728/noticia-medio-ambiente-palmeras-urbanas-palmeras-rurales

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